A sus más de 90 años, pero con mucha lucidez, nos recibe en su casa de La Punta del Hidalgo, en El Roquete, Agustina Gómez-Bravo y Fernández-Daza, viuda del lagunero Trinidad –conocido por Trino- Peraza de Ayala, fallecido hace algunos años. Tiene a gala decir que desde que se casó viene todos los veranos a este lugar, en el que encuentra paz y tranquilidad.
Agustina nació en Campanario, una pequeña localidad de Badajoz, donde su familia tiene arraigo y posee algunas propiedades. Después de la Guerra Civil conoció en Madrid a Trino Peraza de Ayala y Rodrigo Vallabriga, con el que se casó.
La vida de Trino Peraza daría para escribir una novela. Persona muy inteligente, era el prototipo de canario culto, caballeroso, y sobre todo gran conversador. Doctor en Medicina, fue director del Sanatorio Psiquiátrico de Parais (en Alicante) y subdirector del Real Sanatorio de Madrid. Recorrió medio mundo como médico de grandes trasatlánticos durante varios años de su vida -en alguno acompañado por su mujer- y fue autor de numerosos libros, entre ellos La psiquiatría española en el siglo XIX, publicado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas con prólogo del profesor Laín Entralgo (1947). Quienes le conocieron dicen de él que fue una persona extraordinaria, muy popular por su ingenio y del que Agustina habla con admiración sin límites y no para de recordar sus momentos con él.
Después de casarse, su marido la trajo de viaje a Tenerife, donde conocería a su familia, y residieron al principio durante el verano en la finca familiar de Sabanda, en la Punta del Hidalgo, de la que era propietario junto con su hermano José y que dio nombre a los famosos Sabandeños.
José Peraza de Ayala –El Barón de Ayala como le conocían, con afecto, sus alumnos- fue también un personaje al que todavía se recuerda en La Laguna. Profesor de la facultad de Derecho de la Universidad lagunera, donde impartió clases de “Historia del Derecho Español”, fundador, primer director y socio de honor del Instituto de Estudios Canarios; presidente del Ateneo de La Laguna: miembro de honor de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife; correspondiente de la Real Academia de la Historia… etc. Autor de numerosas publicaciones, en su casa solariega de la calle de la Trinidad con la ermita del mismo nombre se daban cita sus numerosos amigos y alumnos, y en cuyo entresuelo se encontraba su despacho y magnífica biblioteca y archivo, hoy propiedad de su hija Maritina.
En este ambiente, Agustina se encontró muy a gusto desde el primer momento y el matrimonio decidió adquirir una casa en la Punta del Hidalgo, en El Roquete, al borde mismo del mar, donde pasarían el verano desde entonces. Y ella ha continuado fiel a la Punta incluso después del fallecimiento de su marido al que rinde tributo permanentemente y del que dice que aún le recuerdan en La Punta los viejos pescadores con los que mantuvo siempre magnífica relación. Se emociona cuando cuenta que todos los años en el paseo de la Virgen del Carmen por el mar acercan la imagen a su casa para que pueda verla más de cerca.
La tragedia de un conflicto fratricida
Persona de profunda convicciones religiosas recuerda nítidamente sus vivencias de niña en Campanario, donde aún conserva su casa. Su madre, viuda y con siete hijos, se encontraba en dicha localidad extremeña en el fatídico año de 1936. Allí pudo presenciar con pocos años el acoso de los revolucionarios, que ella dice que no eran de Campanario sino de Asturias, desde donde llegaron después de la revolución de octubre de 1934. El acoso a su familia se hizo insoportable, por el hecho de ser de derechas, creyentes fervorosos y grandes propietarios, hasta el punto de que su madre tomó la decisión de marchar a Madrid con sus hijos menores.
«Después de la Guerra Civil conoció en Madrid a un tinerfeño ilustre, el médico Trino Peraza de Ayala, con el que se casó»
Y hasta la capital de España los revolucionarios después del 18 de julio de 1936 fueron a buscarla. Recuerda Agustina con precisión cómo a sus trece años los milicianos se llevaron a su madre en su presencia y nunca la volvió a ver. Iba diariamente a una checa donde estaba detenida e incluso hablaba con los responsables que, según cuenta, nunca se apiadaron de ella. Al final de la guerra hizo lo indecible por localizar el cadáver de su madre por todo Madrid –le habían dicho que estaba en los alrededores del Cerro de los Ángeles- pero todos sus intentos fueron infructuosos.
Agustina reconoce que durante años sintió odio por los asesinos de su madre hasta el punto de que, como creyente en Dios que es, al acercarse a comulgar se retiraba al llegar ante el sacerdote, porque recordaba su anticristiana sed de venganza. Pero hoy en día, con la tranquilidad que dan los años y su serenidad de espíritu, confiesa que los ha perdonado de corazón y asegura que lo único que desea es que no vuelva el rencor y el odio a España. Hasta tal punto ha perdonado que no quiere recordar ni el nombre de los dirigentes de la checa con los que ella hablaba diariamente intercediendo por su madre, lo que sus amigos y familiares dicen que hace unos años daba con pelos y señales; indicando incluso el parentesco con algunos líderes de nuestros días.
Ella es un testimonio vivo de lo que fue la Guerra Civil española en Badajoz, con tremendos odios de un lado y de otro, ya que al ser recuperada por los nacionales, las represalias fueron también considerables, como reconoce Agustina. Pero esta señora, recordándolo todo con toda lucidez, en lo único que piensa es en la reconciliación perenne de todos los españoles para que la barbarie no vuelva jamás. Un ejemplo que, como ella misma desea, debería ser imitado para que nadie hoy en día encizañe la convivencia y resucite fantasmas del pasado que esta anciana ha decidido enterrar para siempre.