Mientras los hombres hacían gárgaras desde los atriles de la televisión pública, las mujeres pasaban la mopa y maquillaban a los candidatos. Así comenzó el primer debate a cuatro y, a su vez, la generación interminable de memes, chistecillos y castañazos que sólo las benditas redes pueden crear de forma instantánea. Iglesias llevaba camisa azul, coleta hecha sin tino y, a modo de pastor, un ejemplar cutre y pisoteado de la Constitución. Dijo verdades y se mantuvo sereno, aunque parecía un poco fuera de onda ante los enchaquetados peleones. Estuvo flojo, la verdad, pero tiene mucha sapiencia y eso se nota cuando se pone a razonar. Dicen que Alberto Carlos fue el más elocuente del primer asalto, lo que no significa haber sido el más sensato, pero algunos medios lo califican como ganador de la batalla de gallos en la TVE. No olvidemos que los gestores de negocios y los relaciones públicas de los bancos son piquitos de oro y, a lo tonto, te coaccionan para que firmes la venta de tu casa a un fondo buitre que opera en las Islas Caimán. Sin ir más lejos, al muchacho le dio por forrar la tarjeta sanitaria con la bandera de España y presentarla otra vez en plan exclusiva. Y coló. Casado, qué quieren que les diga, a mí me recuerda a un personaje salido de V de Vendetta. Tiene algo, en la risita, retorcido. Y su rollo de tiburón oportunista y embustero no encaja con una sociedad que, mayormente, quiere vivir tranquila y sin que un Estado corrupto ocupe sus libertades. Sánchez (suspiros de España) juega a ser Obama y, a veces, le funciona, pero él no es negro y fue acorralado dialécticamente. El segundo debate a cuatro empezó media hora antes de entrar en el meollo, en plan reality, entre bambalinas. Sólo había dos mujeres visibles (la presentadora y la asesora de Pablo Iglesias que en el primer debate era un tío) en medio del océano heteropatriarcal elegido en sucesivas primarias. Casado y Alberto insistieron en que volveremos a la edad de Los Picapiedra con Pedro y Pablo. Pedro confirmó que no es buen orador y que se bloquea rápido o entra en bucles de reproche, aún así le dejó claro a la derecha que con él no cuenten para pactar. Iglesias, mejor peinado, fue un argumentario de deducciones. Supo qué decir y aquel que osaba contradecirlo lo hacía con boca chica. Alberto Carlos se sacó de las mangas fotos, gráficos, la tesis de Pedro Sánchez y en una audaz maniobra publicitaria rompió sucesivamente la cuarta pared y se dirigió al público del sofá. Casado habló mucho, mintió, sacó gráficos disparatados y puso esa risilla, ay, escalofriante. El de A3 fue un combate con más carnaza y, por momentos, pareció un aula de instituto con el empollón, el listito, el grandote y el tontaina. Pablo se erigió varias ocasiones como denunciante de los malos hábitos y pidió calma y respeto. Rivera descarriló a doscientos kilómetros por hora y, acelerado, prosiguió campo atraviesa disparando a la nada y al que tenía al lado. Llegó un momento en que sólo vimos personalidades y carismas y actitudes, nada de política. La política se tocó de modo tangencial porque la tónica que se instauró fue la de desmentir y reprochar proponiendo, entre col y col, medidas populistas o absurdas. ¿Quién ganó los debates? Para cada medio fue un candidato diferente, lo que demuestra que las comunicaciones se encuentran teñidas de colores. Los ausentes que llenan plazas de toros, los que fueron invocados una y otra vez por Sánchez lograron, mediante la invisibilidad, estar presentes a lo largo de las dos veladas. Dejar fuera del juego a Abascal, cuando las calles hablan de él, fue ridículo, ya que si a Vox le han permitido erigirse como partido y acusación en el juicio al procés, no contar con él en este evento puede repercutir de modo contrario al que se espera, pues el sistema les ha puesto a huevo el concepto de víctima y ellos saben explotar tales extremos a su favor. Si Abascal hubiera tenido un espacio en los debates lo habríamos visto hacer el ridículo como vimos a Casado y Rivera y, de esta forma, nos habría convencido de lo que no vale la pena votar el domingo.
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