Cualquier territorio límite, cualquier lugar extremo, provoca estupor. La aridez sin concesiones y el paisaje «performativo» de Lanzarote —en el paisaje en constante movimiento, en la isla en la que el ser humano observa impávido la transformación geológica, el tiempo de la tierra avanza raudo— expelen retos y dificultades a la acción creativa. La arquitectura, la ingeniería, las artes plásticas, la prosa y la poesía son arrastradas hacia el vórtice en movimiento de esta isla. Cualquier manifestación humana es acuñada bajo su influencia.
Aunque en apariencia Lanzarote haya buscado acomodo entre los lugares amenos de la posmodernidad como territorio capacitado para el retiro y la parsimonia, sus elementos constitutivos —la tierra que es fuego, el aire que es materia, el mar que es límite— acaban por imponerse y condicionan tanto la vida cotidiana como la cotidianidad de la creación. La noción de espacio abierto —en el sentido de Eco: transformado, móvil, cambiante, cinético— cobra majestuosa realidad y obliga a los sentidos a amplificarse. El deseo que aquí nace —o recala por tiempo reducido— encuentra un taller permanente de incertidumbres, dando lugar a un obrar, a un hacerse que, aunque separado por el tiempo y por la subjetividad, forma un conjunto de perspectivas sobre el entorno mismo: convierte al escenario en territorio de la obra. A veces complementarias y simbióticas y otras enfrentadas y contradictorias, siempre activas alrededor de un núcleo, cada interpretación que surge compone una estructura, un sistema, una vibración sobre la que, tensos, se agitan los sentidos.
La metáfora de la Valonia, el alga pelota que en su trabajo continuo y coral de filtrado ha conseguido regenerar buena parte del Charco de San Ginés, es en más de un sentido buen ejemplo del concepto de sistema. Observo gran interés en la idea de poner la exposición recientemente inaugurada en el CIC El Almacén, 100 años: Lanzarote y César bajo la advocación de la valonia y del trabajo coral y compartido. Lanzarote, parece querer decir esta muestra comisariada por Juan Gopar y Alejandro Krawietz, es obra de un hombre y de muchos hombres. Es, como toda isla, un sistema: un espacio en el que el conjunto es mucho más que la suma de sus partes. Asistimos, así, a un recorrido inusual por la obra de Manrique en Lanzarote: no a través de su obra, sino a través de las obras en las que su proyecto buscó y halló aliento. 100 años: Lanzarote y César ofrece a Manrique un lugar en la historia de la cultura. Es decir, lo ubica en un espacio de diálogo con el pasado, con el presente y con el futuro. Eso sí, no se trata de una mera línea de sentido cronológico, sino de una interpretación multidisciplinar, puede que críptica para ciertos públicos, pero muy reveladora una vez que se dominan determinadas claves de lectura.
La pieza formada por maquetas arquitectónicas que abre la muestra sitúa la propuesta lejos de la desproblematización ética con la que en ocasiones se despacha el discurso crítico sobre Manrique. La cita de Le Corbusier: «Una casa así es un sueño. Cien constituyen una pesadilla», insiste en la idea del espacio y su uso en los territorios insulares. En sala, esta instalación de «tierra adentro» parece componer un paisaje insular completo cuando se une a las tres caracolas gigantes inspiradas en el libro de Félix Hormiga El rabo del ciclón. Cuando asomamos la cabeza al interior de cada una de ellas, en lugar de escuchar el rumor del mar se escucha su «voz», la voz de los pescadores embarcados. El espacio terrestre confluye así con el espacio marino: la concreción de los límites arquitectónicos dialoga con el relato de ausencia que compone toda «canción» del mar. Y esa acuarela manida de los bazares chinos —la casita, el velero, la puesta de sol— es transformada en una compleja imagen de presencias extremas y ausencias secretas.

Luego nos recibe una sala pequeña —muy densa— en la que el jayo que el azar del océano brinda a la costa, la pintura y la poesía de Manuel Padorno: «blanca entra la luz temblando; / hermoso taller el mío: la isla» y la escritura revelada de Melchor López: «Atravesaste, infatigable, la geografía entera: los malpaíses y los enarenados» entrelazan numerosos símbolos y estilemas de la metafísica insular. Padorno escribió Lanzarote en época inmediatamente anterior al trabajo de Manrique y concibió en esos poemas una nueva metafísica insular. López, en cambio, propone una lectura mitológica sobre un espacio, Lanzarote, que ya había sido construido «a la manera manriqueña». La Capilla atlántica de Padorno aporta al conjunto la luz mística del deslumbramiento. Las fotos de la playa de Arrieta de Melchor López se detienen en la parte sagrada de lo infraordinario. En ambas construcciones puede hallarse la huella de una tradición, de un diálogo y un conflicto hermanados en el discurrir del tiempo.
El recorrido sigue en la planta baja de El Almacén, un centro para la ciudadanía frente a los centros turísticos, otrora cuartel general de Manrique y del asociacionismo medioambiental de la Isla. En los aljibes descubrimos que los rasgos que constituyen una novela como Mararía —mirada aquí desde las bellas ilustraciones de Mariola Acosta—, las coplas de Víctor Fernández «El Salinero», las esculturas de apariencia prehispánica y caricaturesca de Dorotea de Armas y las maquetas de chimeneas (encontradas a lo largo de la geografía conejera por Luis Ibáñez, uno de los fundadores de El Almacén) nos sitúan en un plano sociológico —más que popular— anterior a Manrique. Cada uno de estos hitos expositivos supone una muestra de la historia, la tradición y el modo de trabajar que constituyen la materia prima para la osamenta del artista: el discurso social, el atavismo mágico, la arquitectura funcional, la revisión territorial, la transformación de la mirada. Por otra parte, las imágenes de Manrique «en» sus indumentarias parecen insistir en la capacidad comunicativa del creador: nada se dejaba al azar: en mono azul, en pantalones cortos y en bañador, en disfraces y en máscaras, Manrique construye el mejor sistema para desarrollar la constitución del relato de la Isla. En un sentido más oscuro, la habitación cupular que acoge los fragmentos de Lancelot 28° – 7° de Agustín Espinosa: «Se hará el Museo Lancelot: la mesa en que comía; el bajo lecho valetudinario; el viejo y labrado yelmo de los torneos», profetiza la presencia del Manrique mítico cuya muerte lo transformó en héroe. Atender al libro de Espinosa, publicado en 1929, a través de esta resimbolización resulta, sin lugar a dudas, estremecedor.
Los elementos esenciales de la hermeneusis que propone la exposición de El Almacén son la arquitectura, la cultura popular, el territorio, la literatura y la amistad; cinco pilares que se fusionan sin buscar necesariamente soluciones finales. El estupor es el pulso que aquí se busca, ya que se trata de ofrecer la isla como taller y no como museo inmovilizado por rigores y oficialismos; un lugar plenamente activo en el que la sal de Janubio, el camello, la molineta, el pez de charco y el viento constante quedan transformados en nuevos conceptos para el futuro. Porque en eso consiste el desafío: abrir líneas que sirvan para reinterpretar lo prefijado, tal y como hizo el arte de los sesenta y setenta con Pepe Dámaso a la cabeza, del que se expone una sesión fotográfica de raíz performativa, una serie de poemas, una instalación sobre la amistad denominada Envoltorios (que interpretamos libremente como regalos para César Manrique) y una charla con el catedrático Fernando Castro Borrego.
Como ejemplo de este espíritu revisionista y transformador, cabe mencionar el giro de concepto que el propio Manrique llevó a cabo de la casa típica lanzaroteña, cuya función rural reinterpretó para adaptarla a otra realidad, cuando el turismo, preconizado por Agustín Espinosa de manera inquietante, hacía su implacable y beneficiosa aparición.
Por fortuna el legado canónico de Manrique ha servido para constituir un marco estético que impide que la arquitectura devore el entorno aun con el riesgo de propiciar una construcción que estremece por sus concomitancias con la serialidad industrial. La casa lámpara que flota en la oscuridad y que sirve como conclusión a nuestro recorrido por el CIC El Almacén es un ejemplo que sólo logramos interpretar con un sentido crítico: la arquitectura sin funcionalidad, ¿se convierte en lámpara?
Degradado o enaltecido, reivindicado o renegado, Manrique cristaliza el compromiso ecológico que, hoy más que nunca, debe marcar márgenes de respeto hacia una naturaleza que difícilmente acepta la verticalidad y el impacto cromático. Su teoría sobre el paisaje volcánico entronca con la arquitectura de diseño integrado, y parece igualmente incompatible con el espíritu pop art que se expandía por el mundo por ese entonces, sin embargo, Manrique logra armonizar los contrarios: Jameos del agua es hoy una «sala de fiestas» en la que los turistas, sin embargo, entran pertrechados con un «reverencial silencio». El creador visionario siempre encontró soluciones audaces para acoplar los movimientos vanguardistas a la idiosincrasia isleña.
Ante Manrique nos hallamos siempre frente a un ser poliédrico y controvertido, que supo expandir sus inquietudes creativas por las múltiples escalas de la sociedad. De ahí que parece que todas las personas de Lanzarote poseen una opinión sobre Manrique y su legado. Basta escuchar y observar desde cierta objetividad para entender hasta qué punto el artista se ha vuelto omnipresente a través de innumerables reinterpretaciones más o menos afortunadas: sobres de azúcar, agencias de viaje, eslóganes políticos, marcas de camisetas, botellas de vino, recuerdos, leyes de construcción, parques acuáticos, entornos naturales, monumentos civiles, miradores… Esta sobreabundancia también consideramos que debería ser reinterpretada por los comisarios, quienes sin embargo, no parecen haber insistido demasiado en ella: en lo que tiene de hermoso y en lo que tiene de terrible.
Ningún canario ha logrado, desde el arte, penetrar tanto en la población que lo rodea. Incluso a cien años de su nacimiento y ya obsoletas algunas de sus líneas de diseño, su presencia de hombre feliz y polémico sigue provocando a las generaciones posteriores, futuras puntas de lanza, para que se congreguen en torno a su fuego inextinguible. Porque Manrique es la aulaga que arde eternamente en las lomas de Timanfaya, entre el infierno y el cielo raso.