VICENTE PÉREZ
El patrimonio de la memoria es el único que les queda a 800 familias de los antiguos barrios chicharreros de El Cabo, Los Llanos, las Cuatro Torres y la Concepción, de donde fueron reubicados entre los años 60 y principios de los 70. Medio siglo después, de la mano de la Asociación Salvar la Historia, un centenar de aquellos vecinos que fueron expulsados a la periferia de la capital tinerfeña se ha reunido en el TEA (Tenerife Espacio de las Artes) para rememorar juntos un tiempo y un lugar que ya no existen más que en su mente.
Apenas sobreviven las ermitas (de Regla, de San Sebastián y de San Telmo) y una antigua fortificación militar, la de San Francisco. El resto fue pasto de las palas, y ocupado por las nuevas avenidas y urbanizaciones del barrio que se denominó Cabo Llanos, en un proceso inmobiliario que tiene sus luces y sus sombras.
Los barrios desaparecidos eran humildes, de casas la mayoría terreras, y algunas de dos plantas, alternadas con ciudadelas. Sus habitantes eran trabajadores, clase baja de la ciudad. Pasaron muchas penurias tras la Guerra Civil, y los realojados recibieron nuevas viviendas de protección oficial, en urbanizaciones situadas en el extrarradio de la urbe, donde todavía todo estaba por hacer, lejos del entorno marinero en el que se habían criado. Junto al mar habían convivido felices, pese a las dificultades. En su nuevo y más moderno hogar, nunca olvidaron sus raíces en el antiguo Cabo Llanos. El que sigue a continuación es su testimonio.
Amalia: «Vivíamos 11 personas en una habitación de las ciudadelas»
Amalia Rosales, hija de pescadores, vivió en una ciudadela, donde compartía habitación sus 7 hermanos, sus padres y su abuela. «Pasamos mucha miseria después de la guerra; había hambre, tanta, que yo de chica nunca me acuerdo de haber comido un bocadillo», comenta.
«Mis padres iban a pescar, y yo con ocho años tenía que ir al chorro a cargar los cántaros de agua y luego hacía de comer a mis hermanos; la verdad es que trabajábamos mucho de chiquitas», relata.
Amalia tuvo que aprender a leer «sola», con la inicial ayuda de un tío que le enseñó «las letras mayúsculas de la cartilla». Confiesa que se «desconsolaba» por ir al colegio, pero no era posible, así que cuenta que con lo poco que aprendió cogía los periódicos, e iba «uniendo las letras» hasta que logró aprender a leer.
Sobrevivían gracias al trueque: «Como no había dinero, cambiábamos el pescado por leche, papas; cambiábamos todo». Y evoca cómo en las hambrunas de su infancia y adolescencia la gente iba al cuartel de infantería que había en la zona, donde los soldados, «salían y repartían en cacharritos comida a los vecinos que estaban sin comer», y que formaban colas para ello fuera de ese edificio militar. «Los soldados nos daban un pan y yo le daba el mío a los más viejitos de la fila, porque me daba pena, cuenta Amalia.
Fueron tiempos también de enfermedades: «En las ciudadelas había gente mala de tuberculosis, de los pulmones y vinieron los de la Cruz roja y los llevaron al sanatorio, casi todos murieron. A mi no se me pegó. Me mandaban a comprar sifón y bebía en los vasos de ellos y todo y no se me pegó. No teníamos sábanas, eran las bolsas de azúcar, a las que quitábamos la letras con lejía y las uníamos. Iba con mi abuela a lavar la ropa en el barranco de Santos y tendríamos las sábanas sobre los callaos».
Juan Manuel: «En el corazón de cada uno quedó aquel barrio»
«El Ayuntamiento era una institución poderosa, era lo oficial aquí entonces, y ante todas las normas que dictaba no quedaba más remedio que agachar la cabeza, así que si te mandaban para Tacoronte, te ibas, aunque los vecinos no estuvieran de acuerdo». Así recuerda aquel traslado Juan Manuel Ropón, quien observa que «esos traslados no llevaban consigo una manera de vivir normal, ya que en los barrios nuevos Como Santa Clara y San Pío, no había sino mondo y lirondo los bloques de viviendas, y no había colegios, ni centros de esparcimiento ni mercados».
Ropón relata cómo el nuevo espacio vital de los reubicados no permitiría «la convivencia como en los barrios originales, y se produjo un desarraigo». «Quedó en el corazón de cada uno que no pertenecía a allí, eran como casas dormitorio, la gente en su nuevo hogar iba a trabajar y allí iba a adormir, pero su corazón estaba en El Cabo o en Los Llanos».
Aunque algunas personas consideren que la reubicación supuso acceder a unas mejores condiciones de vida, la realidad es que «hasta los años ochenta los que sobrevivían de esa época se decían llaneros o de El Cabo y lo decían con orgullo, porque era un sentimiento nacido del rechazo a la situación en que se dio hacia el amor que sentían por el pasado».
Esteban Reyes, el hombre que logró reabrir la ermita de San Telmo
A sus 80 años, Esteba Reyes hace memoria y ve la «convivencia estupenda» que había en los antiguos barrios desaparecidos, que fue su espacio vital. «Me crié frente a la recova, y luego en San Sebastián, y allí viví hasta que nos echaron a Santa Clara, donde no había ni guaguas, y en invierno el fango nos llegaba a la cintura», explica, con mente diáfana y palabra firme.
Pero la infancia fue de pocos o ningunos lujos y mucho trabajo, como para la mayoría de la población. Su ciclo de actividades diarias lo relata en un santiamén: «Trabajé con 12 años, crié a una hermana, mi madre se iba a trabajar, la enjaretaba y la llevaba a mi madre a una fábrica que había cerca de la plaza militar, yo luego volvía a casa y hacía de comer para mis 5 hermanos; de 2 a 4 iba a una escuela de doña Belica, detrás del mercado, y de 5 a 10 me iba a la sociedad de Cuatro Torres a trabajar, ganaba 200 pesetas al mes. Y así todos los días», rememora, para apostillar a continuación que «esa es la explicación de que mi hobby sea hoy la cocina».
Pese a las privaciones, asegura que siempre lo pasó «muy bien» en esos barrios de los que solo quedan algunos inmuebles militares y religiosos. De hecho, él fue el artífice de que la histórica ermita, una de las más añejas de Tenerife, fuera reabierta: «La iglesia de San Telmo estuvo muchos años cerrada, la abrí yo, tras 29 años, se arregló y ahora está como esta, la ermita más antigua de Santa Cruz, y al menos hacemos una procesión».
En una época de mucho laborar, siempre había ocasión para divertirse: «Nos encantaban los bailes: la Masa Coral, el Cuatro Torres, al Iberia… los parques recreativos, y los cines, San Sebastián, la Avenida y el Cine Moderno; por lo que tenemos tres patrones, San Telmo, San Sebastián y la Virgen de Regla.
Esteban nació en una ciudadela, «que estaba formada por habituaciones y luego por fuera se hacían unas cocinas, y había unas piedras de lavar donde lavábamos, y teníamos agua».
De entorno donde se crió, hoy irreconocible, destaca además que «la avenida de San Sebastián tenía dos placitas, una cerca del mercado y otra más abajo,; estaba el carrito de Rosa, la churrería, y por esos lugares salíamos a jugar allí fuera invierno o verano, y del calor a veces sacábamos los colchones a la calle». Dormían en esas noches asirocadas a la intemperie, enfatiza, «y no pasaba nada».
Comida no había en abundancia, por lo que «todo el mundo comía lo que podía». «Tu madre en la venta cogía un papel canelo, te ponía un poco de gofio, un plátano madurito, los apretabas, y aquello sabía a jamón serrano, así que yo comí gofio de todas las recetas posibles».
Amalia, Juan Manuel y Esteban arrancaron los aplausos de un público que estaba formado también por vecinos de esos barrios ya desaparecidos, y sus descendientes, y personas que quisieron conocer de primer mano el testimonio de aquel realojo, para algunas a la fuerza, que no han logrado olvidar los ancianos que lo vivieron. Les queda el patrimonio de la memoria, que la Asociación Salvar la Historia quiere de algún modo preservar para cuando quienes protagonizaron estos acontecimientos del devenir chicharrero ya no estén y las futuras generaciones puedan tener la oportunidad de conocerlo.