E
l dinero fácil abre el apetito, por fácil y por prohibido. Oler el aroma de la felicidad tramposa es una de las experiencias más morbosamente fascinantes. Quizá, esta inclinación desmesurada, difícil de justificar y en cierto modo sucia y hermosa, se deba a la machacante programación educacional recibida, que entierra sus sólidos cimientos en la cultura del sacrificio.
A pocas semanas de cumplir los 50 años, veo con claridad la evidencia de la inutilidad de haberle concedido todo el protagonismo al espíritu de sacrificio que levanta naciones, hogares y ánimos colectivos. Sacrificarte te dignifica y eleva tu prestigio social que, cabe matizar, no sirve absolutamente para nada, perdiéndote la mitad de la otra parte de la existencia, más jugosa y alegre y que consiste en tener tiempo para el placer, la creatividad y la diversión, y para sentirte a ti mismo en otra escala vinculada al gusto de vivir.
La redimensionada cultura del sacrificio genera culpa y remordimiento, porque nunca será suficiente la perfección de todo lo que haces.
Defiendo, abiertamente, la proliferación de los holgazanes ociosos, genuinos antisistema capaces de responder, con coherencia y aplomo razonable, al bombardeo del márketing grandioso de pelear por un sueño, que implica severas restricciones y renuncias considerables, y en mí, un sonoro bostezo.
La vida es un dogma bautizado con la palabra lucha. Si la lucha es nuestro único impulso vital, la vida se transformará en una tragedia que traerá desgaste psicológico y deprimentes decepciones. Nada depende tanto de nosotros ni de nuestra lucha, no todo lo que sucede guarda una relación causa-efecto. No es tan sencillo. Cohabitamos con lo incomprensible, con el azar, con el pensamiento proclive a dejarse querer por lo mágico. La intuición saca de grandes apuros, salva los muebles cuando casi no hay posibilidades, aunque sigamos insistiendo en aplicar la fórmula de las enormes pensadas para salvar el rompecabezas de las grandes dificultades.
Nos asusta el milímetro que se sale del guión previsto, lo terrorífico que trae el famoso hombre del saco con el número premiado en el sorteo de una muerte inesperada a cuestas.
Entretanto, suena el despertador poco antes del alba y desearíamos no levantarnos de la cama, abrazados por la sabrosa pereza y satisfechos al pensar en la mala prensa que tiene holgazanear entre los valientes que se baten en duelo en olimpiadas que consisten en demostrar amargamente todo lo que trabajan.
Paso, prefiero admirar cualquier excentricidad desternillante que altere el orden y la normalidad; es un reciente compromiso que he adquirido, una oposición silenciosa a mis propias convicciones y las de los demás y en las que creemos, demasiadas veces, a pies juntillas. El cuerpo necesita diversión y no le hacemos daño a nadie.
No demos la estocada definitiva al arte de la libertad por la que sufren tantos dolores de cabeza los ofendidos
No tengo intención de malgastar los otros 50 años de vida que me quedan en tener clara mis ideas y, menos aún, si mis sentidos se encuentran ante un manjar de placeres, sueños reales y apetitos no siempre compatibles con eso que llaman rectitud ética y moral.
El mundo corre desenfrenadamente hacia el desastre de una seriedad extrema similar al rigor mortis de un recién fallecido. Doctores en ingeniería de la sutil censura, déjennos vivir, pelmazos creadores originarios de una dictablanda que separa al bien del mal en dos bloques irreconciliables y antagónicos, cuando el bien y el mal, por mucho que cueste reconocerlo, están fraternalmente hermanados.
La hilaridad frente a la rigidez de la interpretación literal de cada palabra o hecho. No demos la estocada definitiva al arte de la libertad por la que sufren tantos dolores de cabeza los ofendidos, porque desde hace ya algún tiempo mis grandes y fieles compañías; la ironía, la metáfora y la analogía, están mal vistas. Mis emocionadas palabras van para ellas, que son mis tres entrañables amigas. Os quiero y a ustedes me debo.