El profesor Rafael Delgado fue durante toda su vida un erudito, un estudioso de las humanidades y solía comentar que lo que más le agradaba era enseñar; la docencia. Y era cierto, poseía un enorme caudal de conocimientos que atesoraba en su extraordinaria memoria.
Cuando el patrimonio importaba un bledo a los chicharreros, buena parte del siglo XX por no acercarnos más, don Rafael enseñaba en la Escuela de Arte Fernando Estévez (el escultor decimonónico, no el antropólogo del siglo XX) que los pueblos cultos protegían bien su memoria y su legado a través de la conservación de los bienes culturales. Y que las sociedades que alcanzaban satisfactoriamente esos objetivos se sentían orgullosas de su presente y por consiguiente de su pasado; lo conocían, lo apreciaban y lo enseñaban gustosamente a los visitantes. Claro, este discurso en el Santa Cruz de los años sesenta y setenta, en medio de una salvaje especulación inmobiliaria, sonaba a chino mandarín a los munícipes del momento y a sus más preclaros hijos.
Tuvo tiempo y talento para redactar una bellísima tesis doctoral sobre el desnudo en el arte canario y además contó con la fortuna de que se la dirigiera su buen amigo el Dr. Jesús Hernández Perera, -otro sabio canario- catedrático de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid, que fue quien lo recomendó para que se le nombrase Consejero Provincial de Bellas Artes de la provincia de Santa Cruz de Tenerife andando el año de 1973; todavía residía felizmente en el Pardo el general Franco. Ahora que han pasado tantos años, es muy probable que ningún chicharrero tenga la menor idea del colosal trabajo que hizo este hombre para frenar la loca y sistemática destrucción patrimonial en la que se había embarcado el municipio santacrucero.
Apunten lo siguiente, el antiguo Hospital Civil de los Desamparados ampara ahora a los museos del Cabildo gracias al insobornable don Rafael Delgado. Así, como suena. Las viejas baterías militares de Santa Cruz, el entorno de la Plaza de los Patos, que atesora anécdotas de sobres repletos de billetes de mil pesetas para invitar a hacer la vista gorda y muchas otras historias que darían para series de televisión entre el humor y la tragedia. Un tipo incorruptible siempre vestido con elegancia al que Julio Camba hubiese invitado a almorzar sólo para observar cómo pudo saborear la vida sin cometer ningún exceso, en lo divino y en lo humano.
Era don Rafael Delgado, hombre de natural afable y exquisita educación, como su primo el abogado Rodrigo Rodríguez Ferrer que felizmente todavía está entre nosotros. Con esa educación por bandera se embarcó en la constitución de “Comisiones Asesoras” que le dotasen de -por lo menos- autoridad académica y moral, para entorpecer y si no frenar en lo posible, los derribos de inmuebles históricos que se estaban sucediendo en la capital chicharrera y en toda Canarias por aquellos “feroces” años patrimoniales.
Con inteligencia y habilidad, constituyó y puso en marcha la Comisión Provincial para la Conservación del Patrimonio Artístico y la Comisión Diocesana de Arte Sacro entre otras que realizaron un extraordinario trabajo gracias a un buen elenco de funcionarios competentes y esforzados que no dudaban en implicarse lealmente con el trabajo del consejero Delgado Rodríguez. Entre éstos, recuerdo al que hizo muchas veces de secretario en esas comisiones y que dejó pulcra constancia de todo lo que se trataba en éstas, además de los pormenores de las mismas. Documentos valiosos para los historiadores del patrimonio cultural canario y donde encontramos la rúbrica de Ángel Márquez pues aparece en muchos de estos legajos. Para la Historia quedan.
Después de su jubilación gustaba de reunir en su casa a buenos amigos para largas charlas donde siempre se acababa hablando de arte, historia, Canarias y cómo no, de Santa Cruz. No creo que traicione su memoria si traigo aquí una de sus reflexiones favoritas respecto de los políticos y el patrimonio cultural que le tocó lidiar en suerte. “Mira, cuando ya veían que no había forma de sobornarme, recogían el sobre, miraban detenidamente que no se hubiese salido ningún billete y se marchaban sin despedirse. Escuchaste bien Miguel Ángel. Ni se despedían. ¿Se puede ser más malcriado?
Don Rafael se despidió; con corbata y aseado. Hasta el final.