VICENTE PEREZ
La biblioteca pública del populoso barrio de San Matías estuvo mucho tiempo cerrada. Hace pocos años años el Ayuntamiento de La Laguna la reabrió un par de días a la semana. Desempolvados los libros, dos mujeres jubiladas que no sabían leer y escribir, atravesaron la puerta de esta casa del saber, y a la bibliotecaria, Ana Solís Medina, le pareció que nada mejor que enseñarles allí mismo lo que en su infancia no pudieron aprender.
Fue así como surgió La Escuelita, una iniciativa que ha permitido a más de 20 mujeres de entre 49 y 74 años cumplir el sueño de manejarse con el alfabeto, unas, y ampliar su cultura general, otras, en las instalaciones del Centro Ciudadano San Matías 2. Todas vivieron tiempos de penurias, entre las décadas de los cuarenta y los sesenta del pasado siglo, cuando emigraron con sus familias a este barrio de autoconstrucción en las afueras del área metropolitana habitado por familias trabajadoras provenientes de distintos puntos de Canarias. Estas mujeres, ejemplo de superación y de coraje, cuentan a PLANETA CANARIO lo que ha significado en sus vidas esta experiencia educativa.
Margarita, Pino, Emma…
Margarita Gopar tiene 64 años y nació y vivió en Tuineje, municipio de Fuerteventura, de donde era su madre, antes de emigrar a Tenerife. Tenía 8 hermanos (una de ellos, Pino, también está en La Escuelita). «Mi madre, la pobre, no podía mandarnos al colegio, había que trabajar mucho, y por eso no aprendí ni las primeras letras, pero ahora ya puedo leer, eso me ha cambiado la vida, porque antes sentía vergüenza de no saber», confiesa.
Y añade, con alegría, cómo antes, al ir al oculista, se avergonzaba cuando, para graduarle la vista, le pedían que indicara si veía las letras sobre un panel. «Pero la última vez que he ido al oculista, les dije todas las letras sin fallar», sonríe, contenta, Margarita. Su marido y sus hijos están encantados, porque, además, ahora puede contestar a los wasap. «Pasamos mucha hambre», recuerda, antes de señalar, con orgullo , que tiene un hjo taxista y otro electricista.
Su hermana Pino, cuyo padre era Argentino de Buenos Aires, es la mayor de los ocho vástagos. Desde niña tuvo que trabajar para ayudar a su madre, criando a sus hermanos, y tampoco pudo ir nunca al colegio, pero sus hijos (tuvo cuatro) sí estudiaron. Se casó con solo 16 años, tiene 4 nietos, y desde los 35 trabajó como limpiadora en el hospital de La Candelaria. «Desde que una vecina me dijo que aquí daban clases, no me lo pensé», comenta.
…Ángeles, Milagros, Quiteria…
Igual le ocurrió a Ángeles, que, con 49 años, natural de Las Palmas de Gran Canaria, que ha aprendido a leer y escribir ahora, porque tuvo que cuidar a cinco hermanos y no pudo aprender nada de niña. «Me voy superando poco a poco», dice, con entusiasmo.
De las primeras que llegó a La Escuelita es Emma Hernández, que tiene 74 años y 4 hijos, y es natural de Adeje. «Yo apenas fui a la escuela, porque tenía que cuidar a un hermano y trabajar en el campo en un empaquetado de tomates, así que hasta hace poco yo no sabía apenas leer ni poner mi nombre», relata esta mujer.
En su infancia vivió en una cueva en El Puertito. Tan humilde fue su techo que hoy reconoce que da «gracias a Dios todo losdías por haber tenido luego casa propia, e hijos», algo que nunca pensó que lograría. Su vida ha sido de mucho batallar, como la de su familia, pues recuerda que en la platanera donde trabajaba su padre «había abusos de los patrones con los peones» agrícolas. En la biblioteca de San Matías dice que «se entretiene la cabeza» y lo pasa muy bien con sus «compañeras de clase».
Otras alumnas de La Escuelita sí saben leer y escribir, pero acuden para mejora sus habilidades de escritura y lectura y para ampliar conocimientos, gracias a disponer ahora de un tiempo que en el pasado nunca encontraron.
Milagros Montes, de 75 años y 3 biznietos, estudió hasta el primer grado pero con el problema de tener «muchas falta de ortografía». Esta mujer natural de La Gomera (de La Dama, en La Rajita, municipio de Vallehermoso) siente magua de no poder haber estudiado, pues tiene clara una cosa: «Yo hubiera sacado una carrera, la de Bellas Artes pues los dibujos siempre me gustaron desde chica». Pero la vida no le dio esa oportunidad, y pronto debió ganarse el pan trabajando en la limpieza o en las tomateras.
También le hubiera gustado estudiar en la universidad a Quiteria, de 72 años, mallorquina de nacimiento pero que se crió en el municipio de La Oliva, en Fuerteventura, de donde era su madre. En su infancia y juventud la vida en la isla majorera era muy dura. Su padre era agricultor y «una tía de Mallorca le dijo que en Fuerteventura no había futuro y que tenía que sacare a su familia de allí». Fue así cómo se mudaron a Tenerife, en busca de un mejor porvenir.
En su isla de crianza Quiteria fue al colegio hasta los 12 años, cuando tuvo que dejar las clases para cuidar a tres hermanos. «Un inspector que nos hacía exámenes y un amaestra le dijo a mis padres que qué pena que yo no fuera más a la escuela, porque tenía cualidades», evoca esta vecina de San Matías. Trabajó en lo que había y comió de lo que había en su tierra majorera: «Cogíamos garbanzos y hacíamos potaje con pejines secos, que pescado no faltaba, y gofio».
…Candelaria, Amparo, Julia….
A Candelaria Rodríguez, de 69 años, su madre la quitó de la escuela por el fallecimiento de su padre, para que ayudar a criar a tres hermanos y trabajar en las tomateras. «Pero mi madre cuando tenía algunas perras ahorradas, me pagaba las clases para que siguiera aprendiendo», apostilla, antes de evocar que su maestra «le daba pena» que ella no pudiera seguir estudiando.
Esa magua de lo que pudo ser y no fue trató de desquitársela Candelaria con sus tres hijos: uno es aparejador e ingeniero, otro se formó en «algo de barcos» y el tercero es delineante y fotógrafo. Tiene 5 nietos y le encantaría que estudiaran todo lo que quisieran. Ella es natural de Güímar, y su madre de Tindaya, de donde la montaña sagrada de Fuerteventura, famosa desde años por el polémico proyecto escultórico que en sus entrañas idea el escultor vasco Eduardo Chillida
A los 11 años tuvo que dejar también el colegio Amparo, de 72 años y nacida en la localidad tinerfeña de Tejina. «MI padre me enseñó lo que sé, él quería que yo estudiara», declara, emocionada, pues su progenitor falleció y ella cuidó a su madre.
Pudo terminar los estudios primarios en Radio ECCA, y ahora, con este grupo en San Matías ha satisfecho sus «ganas de volver a clase» , lo cual le ha venido «estupendo a su vida», porque además se confiesa una «revolucionaria».
A los 10 años no pudo ir más a la escuela tampoco Julia, de 71 años y nacida en San Miguel de Abona, antes de emigrar primero a Icod de los Vinos, al barrio de La Centinela, y luego a San Matías. Comenta que tuvo que criar a su hermano siendo solo una niña, y el poco tiempo que fue a aprender las primeras letras lo hizo «como podía, pues había que coger la hierba y darle de comer a los animales».
Desde su infancia y adolescencia bregó en la agricultura. No es una frase hecha para ella lo de trabajar de sol a sol: «Iba de la tomatera al empaquetado de tomates, y algunas noches ni podíamos dormir
…Yaya y Jovita
Una historia de superación es también la de Candelaria -tocaya de otra alumna- quien prefiere que la llamen Yaya. A sus 55 años, esta tinerfeña comenzó a trabajar a los 15 y no pudo seguir estudiando por problemas de salud.
Sin embargo, no se dio nunca por vencida y a los 30 años sacó el graduado escolar y ahora cursa un ciclo medio de confección y moda, en el que va aprobando todas las asignaturas. Se emociona cuando cuenta cómo sus propios hijos (tiene dos, uno es ingeniero informático y otro filólogo) le ayudaron a conseguir sus sueños de formarse. Cuenta Candelaria que «llevaba 40 años sin tocar un libro» y ahora tiene la oportunidad de ampliar su cultura general y mejorar su ortografía.
A sus 67 años, Jovita rememora con desconsuelo que a los 12 años no pudo continuar en la escuela, porque tuvo que criar a su abuela. Se crió con su abuela en el municipio tinerfeño de La Victoria, antes de mudarse a Taco. Su padre se fue a Cuba y no volvió. «Nunca lo conocí, solo lo conozco por fotos; hoy tiene 91 años, y hablo con él todos los días», dice Jovita, dando por supuestas muchas cosas, entre ellas el perdón y el cariño filial propio de una mujer de gran corazón.
Ana, la maestra que ama los libros
La Escuelita de San Matías tiene como alma mater a su maestra, Ana, que, a sus 43 años, disfruta entre libros pero también haciendo esta importante labor social con un grupo de alumnas entre las que reina un enriquecedor ambiente de cordialidad que lo facilita todo. Esta filóloga relata cóm la llamaron de la empresa Eulen, que trabaja para el Ayuntamiento de La Laguna, con la misión de dinamizar la biblioteca de este barrio, que estuvo cerrada durante años: «Lo primero que hice fue limpiar los libros», y se empezó a abrir dos días a la semana, lunes y miércoles, y para atraer a vecinos para que conocieran la biblioteca pensé que se podían impartir talleres; fui así como empezó esta idea de La Escuelita».
Las primeras alumnas fueron dos: Julia y Emma, y fueron llegando más y más, hasta totalizar más de 20. «Entre ellas se ha establecido un vínculo bastante fuerte, pues llevamos ya cuatro años con esta experiencia formativa», expone esta profesora lagunera. Enfatiza que le gusta la docencia, y que disfruta al comprobar cómo evoluciona cada alumna, cada una con sus posibilidades, sus dificultades, pero todas ellas con unas ganas enormes de aprender.
En La Escuelita el temario es amplio y variado: lecturas, ortografía, matemáticas, geografía de canarias, se hacen dictados… y, en general, actividades que ayudan a estas mujeres a ampliar su cultura general.
La clase en esta ocasión consistió en contar a PLANETA CANARIO la experiencia de todas en este proyecto educativo. Al anochecer, la puerta de la biblioteca se cerró pero estas mujeres desean que nunca se cierre para siempre. Pues el saber, aunque no ocupa un lugar, sí necesita un espacio y una maestra.