VÍCTOR YANES
Un chusco wéstern americano irrumpe en el Dolby Theater de Los Ángeles. Es la noche dorada de las estatuillas de los Oscar 2022 y un grotesco show, el más inesperado y escandaloso, ocurre ante la presencia de elegantes señoritas emperifolladas y señores con pajarita como manda el protocolo. Bofetón de Will Smith a un graciosillo Chris Rock, y buena parte de la audiencia cabreada y pontificadora de las redes sociales que, desafortunadamente nunca muere en el pertinaz ejercicio de su caricaturesca mediocridad, ovaciona la galante y aguerrida acción del sujeto agresor.
Ovación soportada por esa regla de tres de parvulario que arroja, sin matices, el resultado de que el fin justifica los medios y que tienen que existir los correctores morales de mano suelta que regalen sopapos a los presuntos humilladores de mujeres con alopecia.
Chris Rock es lo peor, vaya. Una clase de oficial del mal gusto o algo por el estilo el pasado domingo, en eso estamos de acuerdo, pero sentir que es más grave y perverso un chiste que una agresión o que entendamos que un bofetón bien dado es la reacción normal y adecuada ante una broma de nula gracia, resulta una verdadera desproporción y nos indica, quizá, el punto evolutivo o de descomposición (como se quiera considerar) en el que nos encontramos.
Brilla la violencia como un destello seductor, una vez más. Y a todas estas, nadie sabe qué piensa la agraviada, la mujer de Will Smith, Jada Pinkett. Igual, en la discreción del anonimato con el que en ocasiones recubrimos nuestras emociones, le hizo gracia el chiste y si no le hizo gracia, lo cual es razonable ante el escaso oficio y mal gusto de la broma realizada por el graciosillo de Rock, nos gustaría saber qué le pareció la exhibición de masculinidad y testiculina de su varonil marido, quinqui de andar por casa, protector de las inútiles féminas relegadas a la mera exposición de su indiscutible belleza como ajuar caro o jarrón chino.
Lo mejor de todo, el andar resuelto del viejo pistolero del Oeste americano Will Smith de vuelta a su asiento, tras haber hecho su trabajo. Le faltó recolocarse lo que tiene en la entrepierna y sacudirse el polvo de las manos.
Lo peor de todo, las iracundas voces que piden abiertamente poner “límites al humor”, sin aclarar quién debe poner ese límite; una instancia legislativa superior o un código de moral imposible en una sociedad, por suerte, tan diversa. No hay respuesta. Esperemos que ese momento nunca llegue. Sería el fin.