E
mbarque urgentemente por la puerta número cinco. A través de la megafonía del aeropuerto de Fuerteventura, una voz mustia y sin sentimientos anuncia el final de mis vacaciones. En unos minutos, el avión en el que regreso a casa cruzará las nubes bajas y negras que veo desde la terminal aeroportuaria, y mi sueño fugaz de estar en otro sitio que no sea mi ciudad de residencia, dejará de tener sentido.
El peso de un imperativo legal se desploma sobre mi temperamento mundano y gozador. Se esfuma la enésima posibilidad de vegetar sobre la arena amarilla de la playa, tomando gintonics, olvidándome del mundo gris con capital en la ética de trabajo y disfrutando del gusto que me provoca ver pasar las horas, mientras leo a Norman Mailer y espero la caída del sol. Puro romanticismo. Flor de un día.
La otra vida, la real, a la que regreso porque no tengo otro lugar adonde ir, se consolida como un destino perturbado en el que los turistas aventureros son reemplazados por gente ocupada, diligente y resolutiva, que presume de todo lo que hace y de lo bien que lo hace.
Lo previsible sustituye a lo trepidante. Te vuelves oscuro y melancólico. Agredido por un exceso de nostalgia, sabes que los años larvan una verdad callada: el fantástico motor explotará cuando reconozcas que el tiempo termina y el deterioro de la capacidad para sorprenderte ya no es un inofensivo islote en un océano de posibilidades, sino que va tomando forma de dramática península. A veces, escribo de tal forma, que no sé si quiero que me entiendan.
A un buen puñado de casi cincuentones, entre los que me encuentro, nos gustaría volver a ser jóvenes y volver a arrepentirnos de haberlo sido.
Continúo. Me sirvo un martini blanco, escucho el batir de las olas en un mar de fondo musical que huele a reencuentro universal con todo lo bueno de la vida, y pienso en el deseo de reedición de aquella sensación primigenia de verdad vinculada al asombro. Qué cosas tan cursis se me ocurren cuando estoy ocioso, sin trabajar y haciendo esencialmente nada. Procuro, entonces, un ejercicio feo de honestidad, porque la honestidad también es aburrida, y el resultado de su práctica sirve para verificar mi cara de tonto sentado en una sala de espera, esperando la llegada de una luz novedosa o de un mesías de la gran solución que se inventa un mecanismo metafísico para parar el tiempo. Acerco mi boca al vaso ancho donde flotan dos cubitos de hielo en un lago frío de martini, le doy un sorbo menudo y me dedico a escuchar el mar.
A un buen puñado de casi cincuentones, entre los que me encuentro, nos gustaría volver a ser jóvenes y volver a arrepentirnos de haberlo sido. Mis vacaciones han terminado y me siento viejo, aterrizo en la realidad sin haber hecho absolutamente nada para llevarte un sopapo a modo de conclusión contundente: vivimos en un continuo de normalidad, en la mecánica doméstica y tortuosamente anecdótica. Un batacazo que aturde y escuece porque abre las viejas heridas de siempre que siempre nos esforzamos en anestesiar.
En el día 1 después del regreso a casa, el simple recuerdo de la playa de arena amarilla de Fuerteventura me martiriza, y ando atrapado entre dos mundos, el del paraíso y el del infierno. No puedo evitar la reducción de la realidad a dos polos antagónicos, ni tampoco dejar de ser un niño caprichoso que detesta las responsabilidades. Me machaco a trabajar en el gimnasio de las ilusiones locas para elevar la intensidad de la fuerza de la musculatura de la evasión y viajar a hombros del talento que inventa idealizaciones y le mete la zarpa agresiva de gato rabioso al fatalismo cruel. Vaya con el escritor que soy y qué cosas se me ocurren.
Continúo. En un estado de rebeldía la fogosidad del ingenio es un respiradero por el que liberar ni la presión, mientras sueño con regresar a Fuerteventura, de vacaciones eternas. He vuelto a casa por imperativo legal, eso es todo. Es de lógica aplastante.