VICENTE PÉREZ
El tiempo agiganta la obra y el pensamiento de César Manrique, el artista de Lanzarote que supo ver, y defender, como nadie, que «paisaje y arquitectura pueden ser una sola cosa cuando está integrada y adaptada perfectamente a la tierra».
Nació en 1919 en Puerto Naos, Arrecife, y cursó estudios de Arquitectura Técnica en la Universidad de La Laguna y en la madrileña Academia de Bellas Artes de San Fernando. De 1964 a 1966 vivió en Nueva York, donde expuso, con éxito, sus cuadros. Diseñó espacios como el centro comercial La Vaguada, de Madrid; Los Jameos del Agua y el Mirador de El Río, en Lanzarote; el Lago Martiánez, en Puerto de la Cruz; el Mirador de la Peña, en El Hierro; y el Parque Marítimo de Santa Cruz de Tenerife. Murió en Lanzarote en un accidente de tráfico en 1992, muy cerca de su casa y sede de la fundación que lleva su nombre.
Hoy nadie puede negar que la imagen de Lanzarote, no sólo como marca turística, sino como paisaje, se le debe al empeño de este hombre genial, cuyas ideas y autoridad moral, permitieron salvar la arquitectura tradicional de los campesinos de su isla, frente a un modelo urbanizador más desorganizado, falta de personalidad histórica y depredador del territorio que han seguido otras islas, especialmente Gran Canaria y Tenerife. Del pensamiento de Manrique fui testigo en 1986, durante los tras días que estuvo de visita en el municipio de La Guancha, en el Norte de Tenerife, invitado por el entonces alcalde de esa localidad, José Grillo, y en la que participé como colaborador del periódico El Día.
Por entonces estaba en pleno auge el proceso urbanizador en Tenerife, con el fenómeno de las viviendas de autoconstrucción ilegales, las extracciones de áridos, la construcción de carreteras y la expansión sin control de las áreas urbanas, y un desarrollo turístico con edificios de diseño internacional estándar, la mayoría sin una inspiración si quiera en la tradición canaria. Frente a esta realidad destacaban entonces algunos ayuntamientos que habían optado por un control del urbanismo y del cuidado del paisaje, como en el caso de La Guancha, cuyos mandatarios entonces quisieron reforzar esta idea entre la población con la visita de César Manrique.
El primer pensamiento de César fue ver, en el área metropolitana y a lo largo de su trayecto por el norte de Tenerife, «vulgares y horrendas casas, sin la más mínima orientación, siendo lo más triste, con permiso de algunos ayuntamientos y con la firma de los responsables de la construcción», como expresaría muchos años antes, en 1973, refiriéndose a Lanzarote, y como confesaría luego en aquel viaje a Tenerife. En 1979 ya había dicho que «desde el punto de vista ecológico, la panorámica que ofrecen las Islas Canarias no podría ser más catastrófica, si exceptuamos, con ciertas reservas, las islas menores».
La visita de César comenzó por el centro histórico del casco principal de La Guancha, una población humilde pero que ha logrado salvar las edificaciones antiguas de su centro, con casonas de gran interés patrimonial, incluyendo la iglesia, que data del siglo XVI.
Cientos de vecinos llenaron el casino para escucharle
Manrique inauguró en La Guancha, ante cientos de personas, una campaña municipal de pintado de fachadas, por la que se pintaron miles de viviendas en ese municipio. Su predilección era el blanco para las paredes y el verde -en ocasiones el azul- para puertas y ventanas, pero era conocedor de que esas tonalidades tradicionales de Lanzarote eran ya imposibles de mantener en Tenerife, sumida ya un estado del urbanismo más caótico y ecléctico. «Los pueblos sin encalar dan una impresión tercermundista, pobreza y miseria que dan ganas de vomitar. ¿Adónde hemos llegado los canarios para no valorar lo que tenemos en esta tierra?”, me comentó en alusión a algunos municipios que había visto en Gran
Manrique recorrió La Guancha de cumbre a mar. Se paraba a hablar con vecinos, en especial con los más viejos, de quienes aprendía. Trataba de convencer de que las casas antiguas, de teja, piedra y barro, eran bonitas y había que salvarlas de la ruina o del derribo, porque son nuestro arte popular y nuestra historia, y atraerían turistas que generarían riqueza en la comarca. Recuerdo una conversación con una mujer, que barría en un parque, y cómo el artista elogió la casa terrera de esta vecina, moderna y humilde, pero con un sentido de la belleza que era lo que en el fondo pedía el artista, convencido además de que los antiguos habitantes, los campesinos, con sus modestas construcciones, tuvieron este prurito de lo bello.
En contraste, había que ver la cara de disgusto y desaprobación cuando, durante su visita a La Guancha, observaba las casas en esqueleto, esos mamotretos tan extendidos en Tenerife y Gran Canaria, muchos sin terminar o terminados solo por dentro. La campaña de enfoscado y de pintura de ese municipio iba precisamente dirigida a corregir ese problema, que logró controlarse en esa localidad, mientras se agravaba aún más entonces en los municipios vecinos. «Me ponen enfermo a nivel espiritual esas casas», confesaría.
«El medio natural en Canarias está siendo destruido de forma sistemática, dando una impresión tercermundista lamentable», comentó en la entrevista que le hice entonces, en la que también elogió la «conciencia» que en La Guancha existía para combatir ese fenómeno. Manrique conocía también el Sur de Tenerife y sus desaciertos urbanísticos, lo cual explica que afirmara que “ese Sur que es una basura, una ordinariez y una catetada: rascacielos ridículos sin rastro de nuestra cultura”.
La casita campesina que compitió con Nueva York
Ya en 1967 había dicho de Lanzarote que «delante delas narices tenemos infinidad de ejemplos maravillosos y completamente funcionales de arquitectura típica, en donde los durante muchos años aprendieron poco a poco y por una serie de necesidades climatológicas a darle forma adecuada a sus casas, logrando de esta sabia manera una arquitectura de primera categoría». Tal es así que para César las casas campesinas, no solo las de su isla, sino las de todas las islas, merecían estar «entre la mejor y más interesante arquitectura del mundo», y así las incluyó en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en una exposición. Tal vez por eso pronunció en aquella visita a Tenerife que «la única manera de competir con Nueva York y Manhathan es una casita campesina que vi en el casco, con un patio canario lleno de poesía y belleza. Quiero que se mentalicen para que restauren sus casas típicas y puedan decir : ¡Vengan, tinerfeños, para que vean amor, estilo, categoría y orden en La Guancha” .
Su emoción más fuerte en su periplo guanchero la vivió en la montaña Cerrogordo, al pie del casco urbano, desde donde se divisa una panorámica del mayor pinar de Canarias, coronado por la mastodóntica figura del Teide, así como gran parte del Norte de Tenerife. Había que ver a esos dos colosos frente a frente: el gran artista y el gran volcán, al que César se unió en un éxtasis místico. “Aquí se podía hacer un mirador único en Canarias, de cristal, como un platillo volante”, dijo, volviendo en sí y dando un giro de 380 grados sobre sí mismo con los brazos. Fue un proyecto que nunca se realizó. Las panorámicas fascinaban a Manrique. Esta fue una de ellas.
Sabedor del poderoso atractivo de las vistas de la naturaleza canaria, por sus elevaciones orográficas y sus descensos, resultaba admirable no solo su casi inmediata creatividad, sino también su profundo respeto, casi místico, por la naturaleza. Una cosa estaba asociada a la otra. Es decir, proyectaba -como lo hizo en La Guancha- una obra arquitectónica que pareciera que había crecido por obra de la propia naturaleza, sin violentarla, en la medida de lo posible imperceptible, aunque tremendamente hermosa.
«Para mi»; apuntó en la entrevista, «ser ecologista es ser artista, porque una persona que no sea artista es incapaz de comprender el equilibrio y la belleza de la naturaleza, que requiere de una sensibilidad casi biológica». Manrique defendía una arquitectura funcional y bella, características que atribuía a las viviendas tradicionales canarias.
Los alcaldes «zoquetes» de «la especulación» urbanística
El desprecio por la arquitectura popular (vi su mirada detenida ante una casa campesina abandonada y semiderruida) le daba mucha rabia, y lo vivía casi como una ofensa personal. Y buscaba culpables, porque los había: «Hay una serie de alcaldes en Canarias que son una banda de zoquetes, que sólo piensan en la especulación con nuestro territorio, cultura y estilo”, se lamentaba durante la conversación que mantuvimos, curiosamente sobre un montón de escombros de la construcción. Pero tenía esperanza, la ilusión de que esperaba dejar «una semilla plantada» sobre su pensamiento de armonía entre el hombre y la naturaleza canaria. “Los canarios no sabemos que vivir aquí es un lujo: podríamos ser el paraíso de Europa, pero preferimos rentabilidad a corto plazo, destruyendo el futuro”, remachaba.
Otro punto que visitó fue el otro entorno histórico de La Guancha, en Santa Catalina, pequeño núcleo original del municipio, donde se conservan algunas viviendas históricas, algunas de estilo neoclásico (fines del s. XVIII y principios del XIX). Allí Manrique instaba no solo a salvar esas edificaciones sino a no contaminarlas con otras a su alrededor que rompieran con el equilibrio de épocas y volumetrías.
En el Charco del Viento, proyectos que quedaron en su mente
Su paraíso estaba, sin duda, en la naturaleza, que era donde Manrique se encontraba como en los brazos de una madre. Por ello, fue también muy emotiva su visita a la costa de La Guancha, a unas piscinas naturales prácticamente vírgenes, llamada el Charco del Viento, donde las lavas antiguas dejaron caprichosas formas, y, como diques naturales, permiten bañarse a los habitantes de la zona en pleno mar. Allí recuerdo Manrique respirando la libertad del Atlántico furioso, con las manos en las caderas, imaginando cascadas, jardines, caminos ocultos en la roca y acaso luces tenues en la noche para engrandecer la poderosa fuerza de aquel lugar. Tampoco este proyecto se realizó, al truncarlo su muerte.
En aquellos tres días de visita a La Guancha, en los que acompañé a César, pude comprobar que no era un ser vanidoso sino todo lo contrario, tenía una gran sencillez humana. “Mientras viva lucharé para dejar un rastro que justifique mi existencia; no quiero juntar dinero, sino luchar por salvar toda la naturaleza que pueda”, me dijo en aquella entrevista final de la visita. Frases que no pueden dejar de resonar en quien las oye o lee: “Se están creando urbes para monstruos, mentes podridas, y no ciudades confortables, en que los niños originen hombres pensativos y llenos de amor”.
Seis años antes del fatal accidente de tráfico que cercenó su vida, el artista me dijo una frase profética: “El día que me muera, que no me da la gana morirme, habré dejado una semilla plantada. Hay que luchar mientras uno viva, para dejar un rastro que justifique la existencia”.
Fueron, sin duda, tres días inolvidables con este canario universal, que nos enseñó que «vivimos tan corto espacio de tiempo sobre este planeta, que cada uno de nuestros pasos debe estar encaminado a construir más y más el espacio soñado de la utopía. Construyámoslo conjuntamente: es la única manera de hacerlo posible».